Hay 800 trabajadores en el servicio del ferrocarril de un país en el que el tren sólo es un recuerdo del pasado. El presente sigue en vía muerta.
Que el tren es un recuerdo del pasado lo prueba también el hecho de que son muy pocos los que saben de la existencia de una locomotora en Trípoli. Como no podía ser de otra manera, se encuentra en el complejo que el Órgano para la Construcción y Gestión del Ferrocarril Libio-OCGFL tiene en un barrio al sureste de la capital. Alí Saleh, director del Departamento de Relaciones Internas y Prensa del OCGFL, asegura que este espacio sobre el que se extiende un entramado de barracones cubiertos por el polvo llegó a albergar una mezquita, un supermercado, un teatro e incluso una zona deportiva, todo ello al servicio de los más de 800 trabajadores del OCGFL. Hoy no tendría sentido recuperarlos para un grupo cuya fuerza de trabajo real se cuenta con los dedos de las manos.
Saleh es de los poquísimos que cumplen escrupulosamente con su horario de 8 a 2. Quiere trabajar, asegura tras la mesa que ocupa desde 2003, pero el proyecto quedó en stand by a causa de la guerra de 2011.
Kilómetro «0»
Fue en 1998 cuando el Gobierno libio anunció planes para la apertura de un nuevo ferrocarril pero los primeros contratos con empresas internacionales no se firmaron hasta diez años más tarde.
«China iba a construir el tramo entre la frontera de Túnez y Sirte, y desde allí hasta Egipto se encargarían los rusos», explica el funcionario sobre un tríptico corporativo que muestra la ambiciosa infraestructura de 3.176 kilómetros que transcurriría paralela a la costa. Es allí donde viven casi todos los libios. El folleto incluye fotografías de los primeros tramos construidos, e incluso una que muestra la primera de una remesa de 17 locomotoras estadounidenses General Electric desembarcadas en el puerto de Khoms -a 100 kilómetros al oeste de Trípoli. Saleh admite sentirse preocupado por su estado. Dice que llevan «varadas a la intemperie» desde 2008.
Para Khaire Agila, ingeniero del OCGFL el tren no sólo conectará a los libios, sino también a todos los países del Magreb.
«Seguimos siendo el único país de la región que carece de ferrocarril», lamenta el técnico formado en Bulgaria en la década de los 80. Además de la costa, el plan de Gadafi incluía una línea secundaria que correría 800 kilómetros hacia el sur, hasta Sebha. Debido a su estratégica localización en el inhóspito desierto libio, Sebha es una escala inevitable para la miríada de migrantes y refugiados subsaharianos en busca de un trabajo en Libia, o de un precario pasaje hacia Europa
«¿No haría un tren las cosas más fáciles y más seguras para todos ellos?», espeta el ingeniero.
En el sitio web del OCGFL se pueden encontrar decenas de imágenes del proyecto ferroviario de Libia, e incluso un curioso video en el que unos niños libios viajan atónitos en tren.
«Hasta 2010 venían grupos de escolares regularmente. Era un viaje de ida y vuelta de seis kilómetros, ya que el ferrocarril tiene sólo tiene tres», apunta Saleh, sin quitar la vista de una imágenes que decía haber visto miles de veces. Luego nos invita a ver la locomotora en cuestión.
La moderna máquina italiana se muestra majestuosa con sus tres vagones desde el lugar donde empieza, o acaba, la vía del tren. Pero la visita es abruptamente interrumpida por la aparición de una furgoneta negra de la que sale un individuo de unos 25 años. Al parecer, uno de aquellos barracones chinos lo ocupa una milicia de Misrata, la tercera ciudad de Libia, pero que cuenta con una fuerte presencia en la capital. El kilómetro «cero» tampoco se libra de convertirse en ese recurrente escenario libio en el que, en cuestión de segundos, la normalidad más absoluta puede desembocar en el destino más trágico. Visiblemente nerviosos, Saleh y Agila y Rafah muestran al miliciano los pasaportes, las acreditaciones de prensa, los permisos del Ministerio de Información Trípoli… pero es una fotocopia de un salvoconducto firmado por un ilustre de Misrata la que resuelve finalmente el entuerto.
Vía muerta
Ministerio del Transporte en Trípoli. Omar al Tergaman, director del Departamento de Finanzas y Administración dice estar convencido de que el tren acabará saliendo, aunque reconoce que la inestabilidad política plantea un obstáculo mucho mayor para la construcción del ferrocarril. A día de hoy hay tres gobiernos en Libia: dos en Trípoli –uno de ellos respaldado por la ONU– y otro en Tobruk, en el extremo este, del país. El poder de cada uno sobre el terreno es proporcional al tamaño de su cartera; ese es el factor fundamental para tejer alianzas con las milicias –unas 2.000 según los expertos– por todos el país.
«Es cuestión de tiempo», repite Tergeman. Pero, ¿cuál es el impacto que tiene en las debilitadas arcas de su Ministerio mantener los sueldos de 800 trabajadores del ferrocarril en un país sin tren?
«¿Y qué propone, que les dejemos en la calle?», replica el funcionario, justo antes de recordar que el paquete incluye el ansiado metro para la capital
Desde el Ministerio de Trabajo, Othman Bensasi, jefe de personal, aporta unas cifras sumamente elocuentes: «Hay 1,5 millones de funcionarios públicos, son el 85% de los asalariados en Libia pero sólo el 20% de ellos acude a su puesto de trabajo», explica Bensasi, restando importancia al caso del ferrocarril.
«Piense en el sector turístico o en el personal de los museos, la mayor parte de ellos cerrados; en los policías desplazados por las milicias; en el aparato judicial en un país en el que se sigue recurriendo a los consejos de ancianos de las tribus para resolver todo tipo de cuitas… Trabajen o no, todos reciben su sueldo a final de mes y eso es insostenible». En palabras de Bensasi, eliminar la mentalidad rentista «heredada de los tiempos de Gadafi» constituye uno de los mayores retos de cara al futuro. Por el momento, apunta a un «proceso renovador» que emanará desde las oficinas del Ministerio de Trabajo.
«Estamos trabajando en un plan para reorganizar los sueldos, y la administración en su conjunto. En líneas generales, se trata de desviar a los trabajadores negligentes al sector privado y mejorar las condiciones de los que acudan a su puesto de trabajo».
La pregunta resulta inevitable: ¿Cómo absorbería el escuálido sector privado libio al 85% de ese millón y medio de individuos que no acude a su puesto de trabajo? ¿Estarán los centenares de «desaparecidos» del ferrocarril dispuestos a sacrificar sus sueldo para trabajar en la construcción como los subsaharianos, o cocinar kebab como los egipcios?
Bensasi divaga en torno a los conceptos de «educación», «formación» y «reestructuración». Luego menciona lo de «dejar pasar generaciones enteras de libios» antes de recurrir a otra fórmula también convertida en letanía: «Es cuestión de tiempo».
El fin del paraíso rentista
Bajo los auspicios del rey Idris, Libia pasó de la pobreza a la riqueza durante la década de 1960 con una tasa de crecimiento económico superior al 20%, la más alta del mundo. Niveles disparados de explotación de petróleo provocaron que los ingresos se multiplicaran a un ritmo vertiginoso, pero también el desplome de otros sectores. Durante los primeros nueve años de producción, la agricultura pasó de aportar el 25% de los ingresos totales al 5%.
A finales de los 60, Libia se había afianzado sobre un modelo de desarrollo basado exclusivamente en el petróleo. El Gobierno se convirtió en el mayor empleador, convirtiendo al país en una economía puramente rentista. A su llegada al poder en 1969, Gadafi purgó una estructura altamente corrupta hasta ponerla bajo su control, lo que no impidió que el sistema adoleciera de sus males endémicos.
Fue en 1975 cuando la economía de Libia mostró los primeros síntomas de agotamiento. La acumulación de ingresos después de 1970 había sido asombrosa: en un período de doce meses, Libia acumuló más ingresos que en toda la década anterior. La atracción por disfrutar de los beneficios de la economía rentista se mantuvo muy fuerte, lo que provocó la dependencia de Libia de alimentos importados, mano de obra calificada y necesidades básicas. El descuido de estos problemas estructurales más profundos se complicó por los caprichos del mercado internacional del petróleo. El colapso del mercado y los recortes a la producción impuestos por el embargo de los países de la OPEP a países que hubieran apoyado a Israel durante la guerra del Yom Kipur provocaron que, en febrero de 1975, las exportaciones libias cayeran a un mínimo de 912,000 barriles/día, cuando el objetivo la producción estaba dos millones.
A pesar de las fluctuaciones del mercado, Gadafi era capaz de garantizar sueldos generosos a una población que no necesitaba trabajar para vivir y, si lo hacía, ocupaba puestos que no requerían de un gran esfuerzo. De esta manera, el líder libio se aseguraba el control total del Estado así como la legitimidad revolucionaria de eliminar a todo individuo o grupo opositor.
Tras el derrocamiento de Gadafi en 2011 no ha existido una voluntad política para reestructurar el modelo económico, pero tampoco un Gobierno unificado capaz de llevarla a cabo. La profunda inestabilidad y la lucha constante de grupos armados por refinerías y puertos petroleros han hundido la producción petrolera en mínimos históricos. Aún así, los sueldos siguen asignándose, pero la falta de liquidez, unida a la brutal devaluación del dinar libio –a la par del euro en 2011 y cambiándose hoy a 10 en el mercado negro– ha provocado que muchos libios tengan que trabajar por primera vez en su vida para sobrevivir en trabajos que nada tienen que ver con sus antiguas expectativas. Otra consecuencia llamativa del colapso del sistema rentista es que muchos de ellos opten saltar a pateras rumbo a Europa, algo inédito hasta fechas recientes.K. ZURUTUZA